La capital de Alta Austria es famosa, entre otras muchas cosas por una dulce tarta, crujiente y rellena de mermelada, normalmente de grosella. La historia viene de largo porque hasta hace unos años se pensaba que la receta databa de 1696, porque se conservaba un pliego con la receta en la Biblioteca pública de la ciudad de Viena, pero en el 2005, Waltraud Faissner publicó un libro titulado “Cómo hacer la tarta de Linz”… al parecer, el caballero había encontrado una receta anterior, en un Codex del archivo de la Abadía de Admont. Esa receta se remontaba al año 1653. Y si la recogieron por escrito en ese año, imaginaos el tiempo que haría que la preparaban pasando la receta de madres a hijas. Se trata sin duda, de una tarta con solera. Que además está deliciosa.
En los años 20 del siglo XIX, fue Johan Konrad Vogel quien decidió comenzar a producir en masa esta tarta. En 1850, el aventurero austriaco Franz Hölzlhuber llevó la receta consigo a Milwaukee, en los Estados Unidos. Y fue quien, por ende, la hizo famosa en todo el mundo.
Su masa es muy crujiente, está hecha con harina, mantequilla, yema de huevo, ralladura de limón, canela, zumo de limón y frutos secos machacados, cada uno los que prefiera, pero los austriacos son unos entusiastas de la avellana. En el centro se colocan los frutos secos y mermelada de grosella, aunque ahora también la hacen de ciruela, frambuesa o albaricoque. ¡Qué afición hay en Austria por los albaricoques! La parte superior de la masa, está enrejada, es decir, la masa se trenza para que la mermelada se vea.
La verdad es que no sé cómo puede salir tan buena, pero es una verdadera delicia.
Es una receta muy común en los días de fiesta, sobre todo durante la Navidad y en los meses de más frío. A veces, la preparan como una tarta de verdad y otras veces como tartaletas individuales, que más parecen galletas. Estas son las más peligrosas, porque todo es empezar. Absolutamente deliciosas.
Unos cuantos comentarios sobre cómo se puede convertir un buen viaje, en un viaje perfecto.
lunes, 20 de febrero de 2012
jueves, 9 de febrero de 2012
Tu Bishvat, el año nuevo de los árboles
Hace apenas una semana tuvo lugar Imbolc, la fiesta celta que celebra el fuego, la fertilidad, es decir, cuando nacen los animales y la madre ya está preparada para encontrar el alimento, porque prácticamente ya está aquí la primavera (o eso debía ocurrir entonces, porque este año está claro que el invierno va por su cuenta y la nieve no tiene pinta de desaparecer por el momento). Era la celebración en la que comenzaba de nuevo la vida, la luz, la naturaleza empezaba de nuevo a brotar y el frío quedaba desterrado.
Curiosamente, ayer (8 de febrero) también celebramos la fiesta judía del 15º Shavat. Tu Bishvat, es el Año Nuevo de los árboles, cuando comienzan a asomarse los primeros brotes de vegetación. Simboliza el amor por los frutos de la Tierra de Israel y especialmente para las siete especies con las que fue bendecida en la Biblia: el trigo, la cebada, las uvas, la granada, los higos, las aceitunas y los dátiles. Todo lo necesario para un festín. O en plan más cercano, para irse de aperitivo, porque tenemos la base de los vinos y la cerveza y un surtido interesante para las tapas. Nunca mejor pensado.
Al margen de la religión que profese, o no, cada uno, en estas, como en todas las fiestas, hay un delicado trasfondo espiritual. De esta podemos aprender que así como el propósito del
árbol es darse cuando disfrutamos de sus frutos, de manera similar, nuestra propia realización y el propósito se cumplen cuando estamos alegres y damos alegría a los demás a través de nuestras buenas obras. ¿Qué más se puede desear? Es curiosa la similitud entre una cultura y la otra. Quizá deberíamos tomar ejemplo y celebrar estos días a nuestra propia manera, porque no podemos negar, que la idea es fabulosa.
martes, 7 de febrero de 2012
Nieva sobre Viena
Si hay algo que me conmueva y me invite a reflexionar y disfrutar en silencio es la nieve. La otra gran maravilla es ver arden un tronco en la chimenea y escucharlo crepitar. Ambas sensaciones me resultan inmensamente relajantes. Dos días, lleva nevando en Viena sin parar. La ciudad se va cubriendo poco a poco de un mando blanco que parece decir "silencio". Las calles se van quedando vacías y la tranquilidad lo envuelve todo. Es la delicada imagen de la Navidad que nos ha vendido el cine. Salvo por el pequeño detalle de que estamos en febrero.
La historia de Viena con la nieve es bastante particular. A veces caen copos suaves y delicados, de esos que parecen flotar en el viento y que luego se van depositando poco a poco hasta formar una suave capa, que si la pisas, se comprime y se endurece. Otras veces, como estos días, caen pequeños cristales de hielo, que no son tan románticos, pero sí mucho más divertidos. Caen y son tan duros, que no se unen entre sí, así que el viento los lleva de un lado a otro sin piedad, formando dunas blancas y más parece un desierto helado que un paisaje urbano. Da igual. Es impresionante en cualquier caso.
La ciudad parece más tranquila y sólo se ven las luces de las farolas. Mortecinas y azuladas. Dan un aspecto aún más bohemio a la ciudad y el ambiente se llena de olor a café recién hecho y bollos calientes. Las cafeterías se hacen las dueñas de la vida social y los parques se quedan en estado de letargo en espera de tiempos mejores. Viena huele a dulce. A frío y a dulce. La gente que pasea por la calle, bueno no pasea exactamente, digamos que se desplaza, parecen moradores de las arenas. Forrados de pies a cabeza, sólo se les distinguen los ojos. Pero no dejan de salir a la calle. No dejan de trabajar, ni de conducir. No hay excusa que valga, siguen con sus vidas y continúan llenando la ciudad de pisadas por todas partes.
Me llama la tención que la total ausencia de color. Los vieneses visten fundamentalmente de negro. Quizá de gris también. Colores oscuros y planos. Forrados de pies a cabeza. Y la nieve cubre los pocos colores que quedaban en la ciudad. Da la impresión de haberse colado sin permiso en una peli de Garci. Estar dentro de una historia en blanco y negro y ser espectador de primera línea. Tengo todas mis esperanzas puestas en la primavera, que traerá colores en todos los escenarios. De momento, disfruto de un invierno en toda la extensión de la palabra.
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